La observó tras el escritorio, sumergida en toda esa montaña de papeles, metida en a saber qué historia. El pelo lacio le caía por la frante, tapándole la mitad del rostro, las gafas se le escurrían de vez en cuando por la nariz, ella se las ajustaba con gesto impaciente y seguía con su trabajo.
Él terminó de llenar las dos copas de vino y se acercó despacio al escritorio, le tendió una y esperó a que reaccionara. Marina levantó la vista de la mesa y le dedicó una rápida sonrisa, dio un sorbo a la copa que él le ofrecía, lo saboreó y volvió a sumergirse en el trabajo. Él se sentó en uno de los sillones frente a ella y se limitó a observarla. Tras unos minutos de silencio ella levantó la vista y lo miró directamente a los ojos.
-¿Qué pasa Arturo?
Él levantó una ceja, divertido.
-¿No puedo contemplar a mis anchas a mi mujer? - se levantó y se acercó a ella, rodeando el escritorio. Acercó su rostro al de ella y le dedicó una mirada depredadora por unos segundos, luego tomó su boca entre sus labios, con furia, con rencor. Marina no respondió al beso, apartó la cara asqueada y lo miró con desprecio, conocía demasiado bien aquella actitud.
- ¿A qué juegas? - le espetó.
El frunció una sonrisa amarga y se incorporó, acarició su mejilla hasta llegar al lóbulo de su oreja, sopesó entre sus dedos aquel pendiente diminuto y delicado. Pensó que aquel jovenzuelo que había hecho que su mujer volviera a sonreír tenía un gusto exquisito, no pudo culparles. Chasqueó la lengua y volvió a esconderse tras su máscara de cinismo. La miró con una sonrisa desdeñosa en los labios.
-A perderte - dio un sorbo largo a su vino mientras mantenía la mirada confusa de ella, tras lo que se dio la vuelta y salió con paso decidido de la habitación.